La recompensa de pelar una lima.

El miércoles es mi día favorito. En la mañana hago lo mismo que todos los días, pero cuando dan las dos de la tarde, la casa es mía. Mía.

Generalmente lavo la ropa, sacudo el sillón, pinto alguna caja y me entrego a mi deleite del último mes; volver a ver las películas de las que alguna vez escribí en un suplemento cultural que murió junto con mi extrañado editor. Cuando salgo del universo al que me doy, leo un poco, termino algún pendiente, reviso las tareas de mis alumnos y espero a que la casa se llene con las risas de mis hermanas al volver de sus ocupaciones. 

Hoy fue distinto.

Terminé de ver Café Lumiere y no podía volver de ese universo, me quedé atrapada entre las vías de trenes y las visitas a cafés japoneses. Me levanté a atender a los perros y saqué del refrigerador las limas que compré el lunes, fascinada por volver a ver una lima en este desierto. Sentí un hueco, uno que nunca había sentido; imaginé que es parte de ir cumpliendo años, los pendientes y demás, pero cuando iba la lima a medio pelar, con Bessie Smith apachurrandome el corazón entendí; yo bachiller pelaba limas y mandarinas mientras lloraba por mudarme de ciudad, yo veinteañera pelé naranjas en una plaza de San Luis Potosí mientras buscaba su boca, yo universitaria pelé su corazón mientras desarmaba un uniforme militar. 

No es el sabor la recompensa por pelar tranquilamente una lima, la recompensa es la certeza. La certeza de una mano cualquiera sobre un pecho cualquiera, recorriendo un camino conocido

entre verdes y lluvia.



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