Volver a los 17
Volver a los diez y siete, después de vivir un siglo es como descifrar signos. Signos son los que pintan las paredes de la casa recordándome mi plan. Tengo -como Mafalda- mi vida pintada en el piso, me arruinaron un viaje a Puebla y me arruiné el ánimo unos meses, pero bastó sacar la tiza para recordar que el camino se reconstruye cuantas veces sea necesario.
Volver a los 17 significa volver a comprar mi jeanbook, la bic punto fino e irme al café chino a escribir la vida que corre en la frontera. Volver a los 17 es llegar a casa el viernes con la bolsa llena de libros y la despensa de sopas de vaso; es esperar las 6 de la tarde de todos los días para ir a walmart y verlo checar tarjeta, regresar a casa hacer la cena y morirme de la dicha de amar a escondidas.
Volver a los 17 es volver a comprarme lencería roja y creerme Ingrid Bergman ante el espejo, imaginando el olor del pecho de aquel que tanto quise y sentir la erección de mis poros. Volver a los 17 es recordar que también es rico recibir y ver mis uñas de morado, cantar a Violeta y Victor y Mercedes a toda voz.
Volver a los 17 es vivir con la seguridad de que existe, que nuestras manos construyen ya un puente que tarde o temprano, aquí o en China, habrá de reunirnos... o no y no pasará nada.
Volver a los 17 es querer enamorarme otra vez sin más.
Volver a los 17 es volver a sentir profundo.
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